También conocido como: “el Masca”, entre sus colegas, “el prestidigitador de notaria” en el ámbito de este tipo de despachos, “el listillo” entre los inspectores de hacienda, o “Jimmy el rápido” entre los directores de sucursales bancarias. La génesis de esta, más que profesión, actitud ante la vida, tiene varios orígenes, entre los que destacan, la natural terruñez hispánica y el arragaido talante de chalán de feria, entre otros.
En su niñez, el futuro pasapisero, ya comenzaba sus escarceos de compra-venta con el intercambio de cromos y meriendillas en su cole. Pasados los años, fascina descubrir como te hacía el favor de adquirir un supuesto cromo que lo tenía todo Dios, cuyo muerto te quería quitar de encima, pero como tú eras su colega te lo cambiaba por otro que te hacía falta.
En realidad, el tipo ya sabía que a otro colega tuyo le hacía falta ese mismo cromo y que estaba dispuesto a canjearlo a precio de oro, para completar uno de los dípticos del álbum, por 5 o 6, como mínimo, llegando a 10 o 12 si fuera preciso. Lo importante no era el canje, era la información.
El hijoputa sabía hasta el número de veces que te ibas a mear para trapichear en ese momento ineludible, a tus espaldas. Controlaba desde el número de chicles de fresa que tenías que largarle el día que se te había olvidado el pegamento y medio y el profe de pretecnología le había dado por proponer un collage, hasta el precio que te podía sacar por un bollicao cuando no te dejaban salir a comprarlo.
No entendía una mierda de nada. Las sociales, la historia, las ciencias o las mates se las traían al pairo. Cuando el profe de mates le preguntaba por los números primos, en su tierna mente ya intuía en su sagaz pensamiento “¿primo?, tu padre si que es un primo que te hizo perder el tiempo llenando a estos cretinos de soplapolleces que no comprenden, que no sirven para nada y no saben de qué va la película”.
Lo resolvía todo copiando del colega de turno al que, previamente, sobornaba con unos cuantos de cromos de los chicles cosmos que eran imposibles de conseguir. Eso sí, a la cuenta la vieja, no le ganaba ni el catedrático de matemáticas del Departamento del Instituto. En su fuero interno desearía haber sido municipal, o guardia fronterizo, (no se refiere aquí a la falta de entendederas, aunque ese tipo de guardia sea una institución) o de frontera, por aquello de seguir en la línea del trapicheo.
El pasapisero fue el primero que detectó el ambiente propicio para la pesca del pardillo o pepito. El pasapisero se nutre de otro pasapisero más lento, o menos sagaz que él o bien de un comprador final, es decir, un supuesto inversionista que se cree que ha hecho la compra de su vida cuando en realidad, al pasapisero, la escritura, si es que ha tenido la mala fortuna de comérsela con papas, le está ardiendo como ascuas en sus manos. El pasapisero de pro es el previo al boom inmobiliario.
El mayor número de pasapiseros que se han computado en este país ha sido en el periodo comprendido entre el 2000 y el 2005. Un período para inscribir en los anales del Pasapiserismo. Muchos atribuyen a su “buen hacer” un olfato especial, pero lo que en realidad tiene es una vista y, sobre todo un oído, de puta madre.
Sabe que tipo de inmueble demanda el zoquete de turno, porque pone la oreja como nadie en la barra de bar. Estudia como nadie la personalidad del currela al que endosarle el muerto, o la psique del consumidor de sol y playa y el hipotético apartamento con el que sueña.
Es un ultraconservador en sus adqusiciones pensando con mucha razón que el propietario al que le dará el pase es tan conservador como él, es decir, otro pasapisero, al que tendrá que engañar usando todas sus artes, (ya se sabe que, entre canallas, el juego es más divertido pero más peligroso) o bien, un garrulo, al que le salen los billetes de 500 pavos hasta por las orejas.
Cuando el número de pasapiseros empieza a declinar claramente, puede darse por concluido el boom especulativo. Es lo que está ocurriendo desde su punto máximo en el 2005.
A estas alturas de la película está sumido en una intensa contradicción. Por un lado está bastante jodido. El panorama feliz se le está yendo a la mierda, y es muy difícil que el músculo financiero adquirido en estos años dé para entrar en la mafia subastera. Ese sería su sueño ideal después, lógicamente, del de recalificador. Sus pesadillas son pocas pero muy simples. Una de ellas es ese tipo de cara avinagrada y que dice que es el Presi de no se qué institución europea pero que, al muy capullo, se le ha metido en los huevos acabar con la fiesta. subiendo los tipos de interés.
Por otro lado está saboreando las mieles del triunfo, del dinero fácil, de lo gilipollas que pueden ser los tipos con alguna que otra carrera, que no entienden nada de la praxis de la vida, del cinismo del estado, de la hipocresía de los sucesivos gobiernos o de los propios titulares de las notarías, ni de la desmedida codicia del sistema financiero, pero de los que más se está riendo es de los aprendices de pasapisero, como en algún momento del pasado fue él, pero que se han metido en este arte, con el pie cambiado, usualmente, en alguna que otra capital de provincias o en algún poblacho costero reciclado a pseudo sede neoyorkina. Es precisamente a ese, al que él le ha dado el último pase.
Un pase que es la quintaesencia de la tauromaquia en su versión ladrillera. Un pase entre una verónica y una chicuelina con los piecitos enfundados en sus manoletinas, muy juntitos y levantando muy poco polvo y aún menos ruido. Que suspiro de alivio cuando se quita el fiambre de encima.
Es jodido para el pasapisero desengancharse del pase, por eso, de vez en cuando, para quitarse el mono, se da un paseo por algunas de esas calles donde las inmobiliarias han crecido como setas en umbría de otoño y que ahora empiezan a plegar.
De vez en cuando, se aposta en los escaparates de estos garitos de mala muerte sólo para ver la cara de aburrimiento de los que están dándole vueltas a la cabeza, delante de la pantalla de ordenador, para poner guapa a la novia.
La novia suele ser una mierda de zulo, en el extrarradio de una de esas poblaciones hispanas donde vivimos enchiquerados. Zulo que, por ejemplo, ha sido pintado con un temple con una proporción de agua menos aconsejable de la que el perito más cutre desearía. En ese momento el pasapisero se fija en las berenjenadas ojeras del pobre empleado de la franquicia donde trabaja y piensa: “Eres carne de paro macho. Yo que tú ya me estaba apuntando a un curso a distancia, porque de aquí a 6 meses, estas en la puta calle vendiendo buñuelos”.
El pasapisero es así. Tiene su tierno corazón, pero depende de la estupidez humana para su subsistencia sin pegar ni clavo. No hay cosa que más le joda que apartarse de sus programas de telebasura nocturna para irse al sobre a sobar. No es plan de pegarse una hostia con el coche a eso de las 7:30 de la mañana que es cuando se monta en su vehículo para ir a currar. Curre que puede ser ya de una cierta entidad si se apalancó en su día con alguna que otra promoción en primera línea de playa.
Ya lo saben, nada mejor que un pasapisero para saber como está el tema. Pregunten, pregunten a alguno, y se darán cuenta que aquí para vender un pisito hace falta mucha labia, mucha paciencia y mucha suerte. Sobre todo esto último porque al personal, le está dando por plantarse.
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